OPINIÓN

La risa nerviosa

La risa nerviosa
La risa nerviosa
La risa nerviosa

¿Cómo puedo gestionar la genuina felicidad que me ha provocado Bill Cosby durante años con lo que ahora sé sobre su monstruosa conducta personal? Este artículo podría empezar con esa pregunta retórica y acabarse ahí mismo mientras sigo dándole vueltas a una extraña sensación que parece disociarse en dos ilógicas emociones paralelas de rechazo y admiración. Más de cincuenta mujeres hasta la fecha han acusado formalmente de abusos sexuales al protagonista de La hora de Bill Cosby (1984-1992).

Nunca fui un gran seguidor de la telecomedia que le hizo globalmente famoso en los 80. No me interesaba su edulcorada visión y su impacto en la cultura de integración afroamericana me pillaba muy lejos. Pero llegó ese invento llamado internet y empecé a ver sus monólogos de los 70 para comprender la enorme influencia que tuvo en los cómicos que más admiro. Todos los monologuistas que surgieron en el boom de la stand up de los 80 lo citan como inexcusable referencia. Ahora sé que los rumores sobre su depravación ya circulaban hace tiempo, pero ha sido en el último año cuando hemos conocido que su “rutina” consistía en drogar a las víctimas con medicamentos hipnótico-sedantes (por ejemplo Quaaludes) antes de abusar de ellas. En los últimos meses, se han cancelado las reposiciones sindicadas de sus series, se le han retirado honores académicos, ha sido abiertamente criticado (Judd Apatow) y se ha convertido en objeto de mofa (Bill Maher).

En uno de sus más celebrados monólogos, Cosby bromea con el uso de las exclamaciones que hacía su padre (“de los 7 a los 15 años creí que mi nombre era ¡Jesucristo!”). Mientras no reparo en la retorcida naturaleza del autor, sigo riéndome con esos textos, pero no alcanzo a entender qué mecanismo permite que una sola mente albergue los extremos más insospechados de humor y horror. Es como si, de repente, descubriéramos que la Capilla Sixtina hubiera sido pintada por Hitler.

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