'Sin perdón': La balada de William Munny

Clint Eastwood no sólo creó hace 29 años el último ‘western’ de la historia. También firmó la última película del Hollywood clásico. Morgan Freeman da fe.
Clint Eastwood y Morgan Freeman
Clint Eastwood y Morgan Freeman
Cinemanía
Clint Eastwood y Morgan Freeman

Allá en el rancho grande, allá donde vivía Clint Eastwood, en Carmel, California, las cosas no iban muy bien a principios de los 90. Su anterior película, El principiante (Clint Eastwood, 1990) se había planteado por Warner como una demostración de su capacidad para atraer al público resucitando a Harry Callahan, de apodo El Sucio, en el cuerpo del sargento Nick Pulovski. La crítica le recibió con más palos que Harry a Scorpio, su primer enemigo; la taquilla no fue mejor, siendo humillado por Solo en casa (Chris Columbus) y el niñato de Macaulay Culkin.

Nadie, más allá de los dueños de geriátricos, parecía estar interesado en aquel tipo. La juventud, como siempre en este negocio, cotizaba al alza y la generación de Sundance, con el petulante y europeizado Soderbergh a la cabeza, venían pisando fuerte y rodando muy barato. Incluso un advenedizo como Quentin Tarantino, con nula formación, pedía a sus operarios de cámara un “Sergio Leone” cuando quería un primerísimo primer plano. Era un acto de homenaje, pero también un síntoma de los tiempos que corrían: los festivales y las taquillas estaban infestados por pipiolos amamantados en las artes de trileros de los Weinstein.

Sergio Leone y Clint Eastwood
Sergio Leone y Clint Eastwood
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Si la situación profesional no era boyante, qué decir de la personal: una escandalosa separación digna de Sálvame con Sondra Locke, su compañera durante 25 años, un amor fugaz con ¡dos! hijos añadidos y un nuevo romance con Frances Fisher. Pero eso no era nada comparado con los dos mazazos que le había dado la vida recientemente: en 1989 moría Sergio Leone, en 1991, Don Siegel, sus dos mejores amigos. El primero le había convertido en una estrella en los años 60; el segundo, en multimillonario en los 70.

UN BALA EN LA RECÁMARA

Pero el viejo Clint, como El hombre sin nombre de la trilogía del dólar de Leone o el Harry Callahan de Siegel, había aprendido de los maestros que, en el cine y en la vida, siempre hay que guardarse una bala en la recámara. La suya se llamaba The Cut-Whore Killings, un guion escrito por David Webb Peoples. “Ese guion tenía todo lo que yo pensaba acerca del western”. El guion había dado más vueltas que la diligencia de John Ford. Primero se lo había quedado Francis Ford Coppola, que tuvo que renunciar a él por el descalabro económico de Corazonada. Eastwood lo leyó en 1981 y se enamoró de él: “Según avanzaba no sabía quién era el héroe de aquella historia. Litlle Bill podía serlo: a fin de cuentas, era un sheriff que quería sentarse tranquilamente frente al porche de su casa y que su ciudad estuviera libre de armas de fuego. Luego se convertía en un cabrón”.

Peoples lo había escrito en 1976, cuando al western se le empezó a colocar el sambenito de crepuscular. Desde entonces, el género estaba en caída libre, considerado como una antigualla de tiempos pretéritos y el desastre de La puerta del cielo (Michael Cimino, 1980), había acabado por convertir western en sinónimo de fracaso. Sin embargo, un año antes, Kevin Costner había arrasado con su fábula new age Bailando con lobos, que de western tenía que salía un indio y un vaquero y poco más. Suficiente, en todo caso para que Warner financiara un último proyecto a ese hombre que tanto dinero le había hecho ganar con tan pocos escándalos.

GRUPO SALVAJE

Eastwood ya había dirigido hasta la fecha tres películas del Oeste, a saber: Infierno de cobardes (1973), El fuera de la ley (1976) y El jinete pálido (1985). Las tres eran ejercicios manieristas en los que interpretaba a personajes cuasi sobrenaturales, llegando al paroxismo con esa especie de superhéroe del Lejano Oeste que era El Predicador de El jinete pálido. ¿Por qué rodó esta última y no Sin perdón en 1985? Según Eastwood: “Debía esperar, ser lo suficientemente viejo como para encarnar a William Munny”. Debía ser un pistolero miope, con dificultades para subirse a la grupa de un caballo y numerosos achaques de la edad. 

Él y los demás debían ser mayores, porque ante aquel star system de pipiolos que dominaba Hollywood, Eastwood recurrió a la vieja guardia: Morgan Freeman, Richard Harris y, por supuesto, Gene Hackman, el mejor Little Bill que imaginarse pudiera uno. Freeman aceptó porque, como apasionado jinete que es, “siempre había querido montar a caballo en una película”; Richard Harris consideró como una señal que cuando le llamaron “estuviera viendo en la televisión Infierno de cobardes”. 

El gran problema era Gene Hackman: acababa de someterse a una operación de corazón y su familia no quería que volviera a los platós y, muy especialmente, que lo hiciera con personajes violentos. “Me dijo que no quería saber nada más de eso, que estaba cansado de violencia. Le contesté que sabía perfectamente lo que quería decir, porque yo tenía un pasado parecido pero que, si volvía a leerse el guion, descubriría que el mensaje era otro”. 

Gene Hackman en 'Sin perdón'
Gene Hackman en 'Sin perdón'
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Si el cásting era una especie de grandes éxitos de la interpretación, el guion no le iba a la zaga. El propio Peoples reconocía, con estupor, al celebrarse el décimo aniversario que “con el tiempo me he ido dando cuenta de que había cogido muchas cosas prestadas, de manera inconsciente, a otras películas”. En Sin perdón hay guiños a El pistolero (Henry King, 1950), Los vividores (Robert Altman, 1971), y Missouri (Arthur Penn, 1976). Pero, sobre todo, sorprendentemente y según confesión del propio Peoples, a Taxi Driver (M. Scorsese, 1976): “La manera de relacionarse con la violencia de Travis Bickle era algo totalmente nuevo. No había juicios de valor”, recuerda Peoples. Las dos comparten la salvación de prostitutas, y un clímax violento en el avispero del (teóricamente) villano.

HASTA QUE LLEGÓ SU HORA

En 1991, Los Ángeles ardió por los cuatro costados ante la mirada atónita del mundo, que no daba crédito ante la magnitud de los disturbios. La mecha la había prendido la difusión de unas imágenes en las que se veía a varios policías apalear brutalmente al taxista afroamericano Rodney King. Un claro antecedente de lo que vendría décadas después con las denuncias del Black Lives Matter. 

La sociedad estadounidense contuvo el aliento, reflexionó y, como acostumbra, inició una autoflagelación brutal, que impregna cada fotograma de Sin perdón. En una entrevista con motivo del estreno en 1992 en Cahiers, Eastwood afirmaba: “La película desarrolla el tema de la violencia de una manera que nunca había hecho. En el pasado, un montón de personas eran asesinadas de manera gratuita y lo que me gusta de Sin perdón es que aquí cuando la gente mata o maltrata sufre consecuencias. Creo que es algo de lo que había que hablar”.

Bajo este prisma, se entienden los argumentos que Eastwood empleó para convencer a Hackman y citas legendarias como ese “Matar a un hombre es algo despreciable. Le quitas todo lo que tiene, y todo lo que podría llegar a tener”, cobran otra dimensión. “Crecí viendo las películas de John Wayne y, como cualquier niño, siempre quise interpretar a un vaquero. Sin embargo, mis personajes no son como los de Wayne: no son nobles, ni justos, son turbios”. Como su personaje William Munny, Clint, El Sucio, Clint, el Violento de Kelly, realiza un acto de contricción. Si a Munny lo salvó su mujer, a Clint lo salvará su gran amante: el cine.

UNA MUESCA PARA LA HISTORIA

Con la excepción del ubicuo Roger Ebert, que la acusaba de ser demasiado larga, la película apasionó a la crítica. En la época de lo que Bordwell ha denominado “la continuidad intensificada”, con sus salvajes cortes de edición y multiplicidad de planos, Sin perdón era un alivio para la retina. Panorámicas de situación, diálogos sabrosísimos (mi favorito: “Confiemos en la buena fe de los hombres y en la benevolencia de los reptiles”), interpretaciones al compás de la artritis de los personajes… hasta que todo salta por los aires. Tenía el ritmo olvidado de Solo ante el peligro (Fred Zinneman, 1952), de Raíces profundas (George Stevens, 1953)… y la ambigüedad moral de Centauros del desierto (John Ford, 1956). 

Por primera vez en su vida, Clint Eastwood recibió una nominación a los Oscar. No obtuvo el premio al Mejor Actor (se lo dieron a Pacino como compensación por habérselo negado por El Padrino con la ridícula Esencia de mujer), pero arrambló con los de Mejor Película, Dirección, Montaje y Mejor Actor Secundario para Gene Hackman.

'Sin perdón' en los Oscar
'Sin perdón' en los Oscar
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Que el brillo de las estatuillas no os ciegue. Sin perdón es, ante todo y sobre todo, una elegía. La decadencia y el sufrimiento que destilan los personajes traspasa la pantalla. No se llora sólo por Ned o por William. También se llora por Siegel y Leone. Y por el western, el género más hermoso que Hollywood fue capaz de crear y acaso el que los contiene todos. Y por Hollywood mismo. En el plazo de cinco años, todos los grandes estudios sobre los que se había edificado la Fábrica de Sueños, los legendarios Warner o Universal, pasarían a formar parte de conglomerados multimedia, para los que las películas no eran sino otra parte de su negocio, no su única pasión. El cine, tal y como lo entendíamos, moría para siempre. Y Clint Eastwood estaba ahí para escribir su epitafio.

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