Raúl Arévalo: "La educación cinematográfica de la gente ha ido a menos"

El actor presenta en el Festival de Venecia su ópera prima, 'Tarde para la ira', brutal historia de venganza protagonizada por Luis Callejo y Antonio de la Torre
Raúl Arévalo: "La educación cinematográfica de la gente ha ido a menos"
Raúl Arévalo: "La educación cinematográfica de la gente ha ido a menos"
Raúl Arévalo: "La educación cinematográfica de la gente ha ido a menos"

Foto: Thomas Canet.

"Ese es el de la tele", le dice una mujer a su pareja cruzando la cinéfila Plaza de los Cubos. En el centro, cerca de las esculturas geométricas que le robaron los "honores" al falangista Emilio Jiménez Milla –¡como se entere el Ayuntamiento!–, Raúl Arévalo posa para la sesión de fotos de CINEMANÍA. Sí, efectivamente, es el de la tele. El de Compañeros, Con el culo al aire, Velvet, El tiempo entre costuras o La embajada, series que según sus propias palabras "son lo que nos da de comer a tantos actores". Pero, qué duda cabe, Raúl Arévalo también es el de las películas, aunque la pareja de la plaza parezca no saberlo. Desde que Azuloscurocasinegro nos descubriese sus camaleónicas dotes interpretativas, el actor no ha parado de trabajar en el cine. No sólo en los repartos de su amigocasiprimo Daniel Sánchez Arévalo –Gordos, Primos…– sino con directores como Iciar Bollain (También la lluvia), Pedro Almodóvar (Los amantes pasajeros) o Álex de la Iglesia (Balada triste de trompeta). Su rostro, que es el del español medio, dicen, ha poblado la cartelera de los últimos años precisamente por eso. La industria le ha confiado los papeles de vecino y maestro (Promoción fantasma), de primo (La vida inesperada), novio (Negociador, Las ovejas no pierden el tren) y, próximamente, epítome del españolismo, de hombre en pijama (Memorias de un hombre en pijama, 2017).

Mientras tanto, Raúl Arévalo, el de las películas, llevaba años tramando la suya propia. Ocho años, para ser exactos. Casi una década escribiendo el guión de Tarde para la ira y armando una cuadrilla invencible para que le asistiesen como equipo técnico en su primer rodaje. El resultado, que se presenta hoy en el Festival de Venecia, es una ópera prima seca, dura, magnífica, que protagonizan Luis Callejo y Antonio de la Torre. Puro cine. Por mucho que no lo vea la pareja que está cruzando la plaza.

¿Cuál fue el punto de partida de Tarde para la ira, la primera idea, el germen de la película?

No recuerdo cómo me llegó. Creo que fue de pasar mucho tiempo en el bar de mi padre. De escuchar a alguno de sus clientes, al ver en la televisión una noticia de un crimen atroz, que decía: "Si esto le pasa a mi familia no sé qué hago, cojo una escopeta y le pego cuatro tiros". Empecé a pensar, en la vida real cómo debe de ser eso de enfrentarte a alguien que te ha destrozado la vida. Esto, que se ha tratado millones de veces en las películas, era el punto de partida sobre el que yo quería aportar mi visión. Ese fue el germen, escribí un tratamiento y le pedí ayuda a mi amigo David [Pulido], que es sicólogo. Me entendía tan bien con él que pensé que podíamos escribir un guión juntos. Me apetecía mucho contar esta historia. Aunque, por suerte, nunca me ha pasado nada parecido a lo que narra la película, sí que tengo una historia con la ira y con la violencia que, de alguna forma, quería canalizar.

¿Te costó mucho encontrar la historia que querías contar?

No, yo siempre he querido dirigir y siempre he escrito cosas. Tampoco pensaba que iba a dirigirla. Los dos primeros de escritura, en los que hubo muchos parones, la peli era más un hobby. Me decía: “Ya la haré cuando sea mayor”. Pero a los dos años fue Daniel Sánchez Arévalo el que me dijo que tenía que mover el guión. Me lo tomé más en serio. Él siempre me ha animado para que diese el salto.

En ocho años un guión puede dar muchas vueltas…

La suerte es que, durante todos estos años, David y yo íbamos escribiendo y nos íbamos formando. Yo, trabajando como actor. Y él, de pronto venía y me decía: "He hecho un curso de guión y he aprendido tal cosa". Todo eso lo íbamos incorporando al guión. Nos íbamos haciendo mayores en la profesión y en la vida. Veíamos cine, nos modificaba el criterio, los gustos, para dónde tirar, "mira esta película de aquí y esta de acá", leíamos mucho… Durante ocho años, mientras crecíamos nosotros el guión también lo hacía. Y con la suerte de tener a mucha gente a la que le pasábamos el guión para que nos asesorase. Aunque ha sido curioso, con los años me he dado cuenta de que cuando tienes claro lo que quieres contar escuchas las críticas de una manera peculiar. Te das cuenta cuando viene una crítica que te sirve para lo que tú quieres contar y la que no te sirve porque sería contar otra historia. Igual venía alguien a quien admirábamos mucho con un consejo que no nos servía. Y, sin embargo, venía un amigo nuestro que es fontanero y nos decía “yo es que esto no me lo creo”, y había algo que nos resonaba.

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¿Qué ha sido lo más complicado de este proceso?

Lo que más hemos trabajado es la estructura para que fuera clásica y que se siguiese con facilidad. Estábamos muy empeñados en que la película, más allá de las referencias más autorales, Gomorra, Haneke, los Dardenne, Audiard, tuviese una estructura que a mi madre no le aburriese. Dicho así, mal y pronto.

Veo esas referencias pero a mí a lo que me recuerda Tarde para la ira es al cine de Carlos Saura y, en general, al que se hacía en España a finales de los 60 y principios de los 70.

Saura era otra de mis referencias. Me pasó una cosa muy bonita rodando en un pueblo al lado del mío, Melque. Que decía Arnau [Valls, el director de fotografía]: "Esto paraece Peckinpah". Y yo le contesté: "No, tío, esto parece Saura". Y luego resultó que Saura había rodado allí tres películas, nos los contó el alcalde. Querejeta y Saura para mí son fundamentales porque siempre he defendido un cine con identidad y que el director cuente algo de lo que sepa. Aunque no sea, como en mi caso, algo que te haya ocurrido, que cuentes las atmósferas, los ambientes los personajes que conoces. El cine de esa época lo tenía y es algo que se ha perdido. Es muy bonito tener de referencia a los Dardenne o a Audiard y que, cuando te pones a rodar, lo que te sale sea contarlo en tu pueblo, o con personajes jugando al mus. Se dice mucho esa mierda, con todos mis respetos, de “no parece española”, cuando una película no le gusta a alguien. Pero, quitando las pelis de Bayona o Amenábar, a la gente le gustó mucho La isla mínima y lo que tiene es que es súper española. O No habrá paz para los malvados. De todas formas, en las teles hay mucho miedo. Cuando iba a venderles la película contándoles que quería hacer algo seco, de barrio, les sonaba a “españolada lolailo”.

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Esas películas de los 60 y los 70, además, hacían buenas taquillas.

Sí, lo que pasa es que ha cambiado tanto… No sólo es que la taquilla esté regular, sino que depende mucho todo de la promoción y de la campaña de marketing. Una de mis pelis favoritas españolas es Los santos inocentes. Una vez le pregunté a José Antonio Félez [productor de La isla mínima] que qué tal había funcionado en el año 83, cuando se había estrenado. Me contó que muy bien y que luego había ido a a Cannes donde la habían premiado, pero que antes de eso había tenido muy buena acogida entre el público. Mi familia es de clase media baja y de nivel cultural también medio bajo. Mi padre siempre me ha hablado de Los santos inocentes como un peliculón. De esta y de las pelis de Saura. Mi padre se veía los clásicos pero lo más accesible, pero con estas películas tenía un criterio distinto. Eran peliculones y se veían en casa. Los santos inocentes, si se estrenase hoy, iría a Cannes, ganaría premios y nos encantaría a ti y a mí, pero creo que no se comería un quico en taquilla.

¿Y qué es lo que he pasado?

Ha habido una involución en la educación cinematográfica de la gente. Mi misma familia, a la que Los santos inocentes les parecía un peliculón en el año 83, hoy les aburriría. Creo que es un problema de tiempos. Ahora con la publicidad, la tele, internet, todo va mucho más rápido. Cuando mi padre me habla de sus películas favoritas, yo pienso: “Si hace 30 años que no las ve, si las viese ahora se dormiría”. Siempre que le recomiendo una peli me dice “Está muy bien, un poco lenta”. Y yo me pregunto: “¡Y las que te gustaban antes a ti cómo eran!”. Y para tantos amigos míos... el cine se la suda. Se han perdido esos espectadores de los 60 y los 70.

Esas películas, como la tuya, se rodaron con mucha libertad.

Yo he tenido muchísima libertad porque he tenido la suerte de encontrar a mi productora, Beatriz Bodegas, que me ha acompañado de la mano en cada decisión. La tele y la productora me ha dejado hacer todo, he elegido cada actor y cada miembro del equipo. Hay algo de la libertad que… Nunca me ha sucedido esta cosa que sí he vivido como actor de que el productor le diga al director “cuidado, que no haya tanto sexo” o “si mostramos tanta violencia nos quitamos el target de público de 15 a…”. Yo no he pensado en eso en ningún momento. Yo hacía lo que sentía. Desde lo más tonto. Por ejemplo, decirle a Arnau, vamos a hacer un zoom a la cara de Antonio. Y él: “Ya estás de cortometrajista imitando a Peckinpah”. Y yo: “Me da igual que lo critiquen, yo esto lo quiero hacer y ver en mi casa, Arnau”. Es la libertad de cuando coges la cámara para hacer un corto para el Notodo. Era un juego que me podía permitir gracias a la productora.

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¿Y luego eso lo has incorporado en montaje?

Sí. Todo. O, por ejemplo, hay un plano en el que Antonio, en un hostal de carretera, le cuenta a Luis cómo se le murió su chica en sus brazos. Decidí rodarlo en plano general sin que se viese a Antonio, porque me daba pereza que se viese al actor llorando. Esas cosas que te surgen y dices, me arriesgo, lo hago, a lo mejor de director novel, para bien o para mal, tienes a gente que te dice “no, hazlo así”. Además, como rodábamos en 16 rodaba sólo una opción y así me aseguraba de que sólo podía montar con esa toma.

¿Ese carácter arriesgado puede venir de la seguridad de haber trabajado cerca de tantos directores?

Lo que noté mucho a la hora de dirigir es que el set para mí es un hábitat natural. Los últimos once años el set ha sido mi casa más que mi casa. Le he dado mucha prioridad a mi vida profesional frente a mi vida personal, desgraciadamente para muchas relaciones de mi vida. Tú puedes estudiar en una escuela de cine pero si nunca has pisado un set, hay algo del día a día de un rodaje, que se te escapa. Yo en el set me sentía muy cómodo y esto me ha ayudado mucho. Y haber hecho mi propia colección de cromos con los miembros del equipo técnico. Durante todos estos años haber ido seleccionando a los profesionales con los que quería trabajar  y convenciéndoles de que aceptasen participar en mi película.

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Por ejemplo, Arnau Valls. ¿En qué rodaje lo fichaste?

Lo conocí en Promoción fantasma, me entendí muy bien con él. Es un tío muy joven, gran operador, y, a pesar de que lo que ha hecho en España no tenía mucho que ver con Tarde para la ira, había rodado algunas pelis en 35 y 16, compartíamos gustos en cine, y sobre todo, la cabezonería de rodar en 16. Yo no quería, por mi propia inseguridad, porque lo he vivido como actor, ser uno de esos directores nóveles a los que les imponen un director de fotografía veterano, porque, entonces, estos juegos que te contaba nos lo hubiese hecho. Me hubiera coaccionado. Aquí todo el equipo iba a la par. Es que me ha encantado trabajar con mi equipo. Lo han hecho todo con mucho amor. Hay una frase de Querejeta que me encanta. Cuando le dijo a Gutiérrez Aragón que le iba a producir su primera película, el director le preguntó: “¿Entonces confías en mí?”. Y Querejeta contestó: “Bueno, no sé si confío en ti, pero yo te voy a poner a un equipo tan bueno que, aunque te duermas en el combo, te van a sacar la película adelante”. Yo, sin llegar a dormirme, tenía un equipo fantástico. Me obsesioné mucho con que hiciesen mucha piña arte, vestuario, maquillaje y peluquería y fotografía. Y también con la técnica, mucho más que con la actuación.

Tiene sentido, es la parte en la que estabas menos rodado.

Eso es lo que yo creía, pero luego resulta que me he obsesionado tanto con eso durante los últimos once años, ópticas incluidas, que sabía más de lo que pensaba. Cogía la cámara, hacía encuadres a mi manera, jugaba mucho, hacía lo que yo quería y luego le decía a Arnau que hiciese su toma.

¿Lo de rodar en 16 milímetros fue una cosa de Arnau y tuya?

No es una pijada. Hay algo del celuloide que me fascina y que todavía en digital no se puede conseguir. Claro, depende del tipo de película que quieras, pero esta sí que requería esa suciedad, ese poso y grano, con el que yo fantaseaba. Tuvimos que revelar en Rumanía porque aquí no ya no se revela. Y luego, no puedes permitirte lo del digital, rodar por rodar. No podíamos hacer quince tomas siempre, sino tres o cuatro.

¿Tenías muy planificada la película?

Sí y no. Me habían metido tanto miedo con eso de “verás que todos los días pasa algo en un rodaje”, que tenía, cada secuencia, planificada o fantaseada de tres formas diferentes. Pero lo tenía tan incorporado que llegábamos al set e igual hacía, no la uno ni la dos ni la tres, sino la cuatro porque me salía en el momento. Es que me he sentido muy cómodo en el rodaje, lo he disfrutado mucho más que cuando trabajo de actor. Además, no tenía la presión de que le gustase a nadie. Quería que me gustase a mí. En montaje fue más duro, la experiencia del montador, Ángel Hernández Zoido, me ha servido para controlar mi paranoia de director nuevo pardillo.

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¿Cómo conociste a tu productora?

Rodando en La vida inesperada. Le hablé del guión y se lo mandé. Al día siguiente me llamó, que estaba interesada en hacerlo. No fue fácil pero ella tiene mucha energía, se mueve mucho. Yo era muy consciente de que producirme esta película era un acto de fe. Porque no tengo nada que mostrar y la película no era fácil. La suerte que tenía yo es que, a diferencia de otros amigos, que se mueren de ganas por dirigir y que cuando les producen, aceptan cualquier cosa que les pidan, ceden y tragan con tal de hacer su primera película, yo, al tener mi trabajo de actor, podía plantarme. Una de las cosas que tenía claras es que los actores no podían ser unos tíos guapos, tenían que ser gente normal. Necesitaba este tipo de caras y actores con un poso de vida. Como las de Antonio de la Torre y Luis Callejo.

Tu vocación siempre ha sido ser director. ¿Cómo se cruzó la interpretación en tu vida?

Lo de actor me lo encontré. Con 17 años. Quise hacer un curso de teatro no sé por qué y me gustó mucho, pero de pequeño huía hasta de las funciones escolares. Era muy vergonzoso. Pero siempre he sido muy cinéfilo. Mis padres se compraron una cámara cuando yo tenía diez años y me obsesioné. Hacía cortos todo el rato. Tengo uno que se llama Súper Agente 000, de cuando tenía 11 años. Mi hermana, mi primo y vecino actuaban y yo dirigía y hacía los efectos especiales. También tuve una época de hacer cortos gores en el instituto…

Y entonces, ¿cómo ha sido tu relación con la interpretación?

Nunca pensé que fuese un camino para dirigir. Probé en este curso de teatro y era algo que me hacía sentir bien, me permitía canalizar mi timidez. Pero, mientras yo estudiaba para ser actor, no podía evitar que mi cabeza estuviese escribiendo historias. Al empezar a trabajar como actor me convertí en una esponja. Al conocer a Dani [Sánchez Arévalo, director de La gran familia española], pero también al conocer a Antonio Banderas. Antonio Banderas transmite cine las veinticuatro horas del día.

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¿Cómo recuerdas los inicios, Compañeros y las primeras pelis?

Ahí hay un bache. Compañeros me llegó cuando terminé la escuela y fue como un oasis. Era mi primera experiencia profesional y gané mucha más pasta de lo que podía imaginar. Me independicé y a los meses se acabó la serie. Pasaron cinco años hasta Azuloscurocasinegro y, a partir de ahí, no he parado, afortunadamente. Pero en ese tiempo no perdí de vista lo que quería hacer. Trabajaba en cualquier cosa y pensaba que los actores a los que admiraba de verdad tenían a partir de 40 años, es decir, que me quedaba tiempo.

Entonces, ¿eres una persona positiva?

No diría tanto. Tampoco negativo. Soy realista, pero no por miedo al fracaso sino porque me sale así. Era más positivo antes, ahora que me lo mencionas.

¿Pensabas que ser actor podía ir en tu contra en el salto a la dirección?

Me acuerdo hace unos años con Víctor García León y otros directores, y estos se reían diciendo: “Mira, otro actorcillo que quiere dirigir”. Y yo ahí, un poco humillado. Y me decía García León: “Tú acuérdate siempre de esta frase de Fernán Gómez que es mítica: ‘A todo el mundo le extraña mucho que un actor quiera dirigir, pero a nadie le extraña nada que alguien que no es nadie quiera dirigir”. Y es tal cual.

Tenéis una relación curiosa con el fracaso los actores.

Sí, y es algo que te viene muy bien cuando vas a hacer tu primera película como director. Porque el primer crítico soy yo. Te has expuesto tanto… Como actor yo ya he vivido que me pongan verde, y luego bien, y luego peor, tantos altos y bajos desde que estudiaba que estoy muy entrenado.

¿Se aprende a convivir con la crítica?

Yo lo llevo de una forma muy natural. Yo siempre he sido bastante objetivo con las cosas que he hecho. Con el 90% de las críticas malas que me han hecho como actor, yo estaba de acuerdo. Siempre es mejor que gustes a alguien, pero cuando alguien ha alabado algo en lo que yo mismo no me gustaba, me he sentido un poco impostor. Y lo contrario me ha servido para reforzar mi criterio.

Tarde para la ira se estrena el 9 de septiembre.

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