Hay sabores y olores que van inevitablemente ligados a un determinado lugar o ambiente. No puede negarse que el olor del algodón de azúcar recuerda a la feria, que las castañas asadas nos recuerdan que hace frío y un Calippo que hace calor... y que las palomitas nos llevan de forma irremediablemente al cine, ya sea en una sala o en casa, las ames o te molesten. Pero, ¿por qué palomitas y no otra cosa? Estar sentado en una butaca o en el sofá de casa con dos horas de película por delante invita, sin duda, al picoteo, pero no son las pipas, los Boca-Bits o los Risketos los que nos huelen a película, sino las palomitas. Este vínculo, aparentemente aleatorio entre el olor del maíz tostado y el séptimo arte, tiene sin embargo un origen ya casi centenario, y no es casual.
La gran depresión, comienzo del consumo en masa
Con las salas llenas de gente con escasos posibles y estómagos no demasiado bien servidos, había que proporcionar algún alimento que, además pudiera suponer un negocio para el propietario del cine. Había que mantener al respetable saciado durante las sesiones, que podían ser dobles, y había que hacerlo por muy poco dinero.
Los cacahuetes eran una alternativa, aunque dejaban demasiados residuos en el suelo y los dulces no ofrecían, antes de una fabricación industrial extendida, demasiado margen de beneficio. Los espectadores empezaron a desarrollar el gusto por acudir a las sesiones con palomitas que se vendían en las inmediaciones de los cines, pero éstos fracasaron en sus primeros intentos de venderlas en el propio local, al desprender las máquinas para fabricarlas un olor demasiado fuerte. La invención de nuevos aparatos durante los años 30 permitió que las palomitas, por fin, pudieran venderse en el mismo lugar de la proyección. Su precio, que rondaba los diez céntimos de dólar por bolsa, era asumible para el bolsillo del humilde espectador y dejaba un buen margen de beneficio al propietario de la sala por la abundancia y bajo coste de la materia prima.
La Segunda Guerra Mundial y la consolidación
Pasada la guerra y el racionamiento del azúcar, las palomitas de maíz habían consolidado su monopolio en las salas de cine y se habían extendido a Europa, que empezaba entonces su época de penurias. La aparición de la televisión, lejos de suponer el fin de las palomitas, sólo conllevó una adaptación del negocio al medio, tal y como lo hizo el cine en sí. La llegada del microondas (en cuya invención, curiosamente, tuvieron mucho que ver las palomitas como conejillo de indias) a las casas trajo consigo un nuevo consumo doméstico masivo, y como la relación mental de cine más palomitas ya estaba hecha, la expansión del producto fue coser y cantar. ¡Pop!
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