'Mi vecino Totoro': Peluche Story

Hace 30 años, una película acabó con los prejuicios de que la animación japonesa era un festival de inexpresividad sin corazón.
'Mi vecino Totoro': Peluche Story
'Mi vecino Totoro': Peluche Story
'Mi vecino Totoro': Peluche Story

Puede parecer exagerado comparar a Miyazaki con un Kurosawa, un Ozu o un Mizoguchi. Sin embargo, el último en hacerlo y en calificarlo de “rey vivo del cine japonés” ha sido la muy prestigiosa publicación The Economist. Cuando su último estreno, El viento se levanta, ocupa una página de una publicación tan poco dada a otro arte que no sea el de hacer dinero, es que estamos hablando de cosa seria. El 3 de agosto de 2013, titulaba: “Famoso director irrita a sus fans y enfada a los conservadores”. En el artículo, el plumilla demostraba la misma sagacidad para con la obra de Hayao Miyazaki de la que suele hacer gala su cabecera a la hora de dar recetas para la crisis: pintaba a un Miyazaki que, básicamente, hacía cosas de niños (ergo, intrascendentes), y que con su nuevo filme, sin embargo, había entregado una obra anormalmente “adulta” y “política”… Como si Miyazaki no hubiera hecho otra cosa en su carrera.

DEJADME LA ESPERANZA

En 1975, el mismo año que moría uno de esos funestos personajes cuyas monstruosidades ni imaginar pudiera el más fantasioso de los otakus (aficionados a la animación japonesa), RTVE realizó una encuesta para saber cuál era el programa mejor valorado de su parrilla. Ni El hombre y la Tierra de Rodríguez de la Fuente, lo más cerca que hemos estado de la vanguardia televisiva; ni Un, dos, tres… responda otra vez, el único formato español que ha traspasado fronteras; ni la cursi La casa de la pradera o el exótico sex symbol Sandokan. La elegida fue una serie protagonizada por una niña suiza de mejillas arreboladas que respondía al nombre de Heidi.

De aquellas, claro, todavía en la noche de los tiempos, no nos permitíamos esa licencia esnobista de reparar en los títulos de crédito. De hacerlo, habríamos caído en la cuenta de que, detrás de Heidi, como detrás de Marco, se encontraba a la dirección un tal Iseo Takahata e, inmediatamente después y como mano derecha, un tal Hayao Miyazaki. Eran los años gloriosos de otra empresa, la Zuiyô/Nippon Animation, cuando su asociación con las cadenas europeas (en especial la ZDF germana) proporcionó el tiempo y el dinero para revolucionar la animación. Lo bueno, como suele ocurrir, duró poco, pero tuvo unas consecuencias que modificarían por completo la pequeña pantalla.

Al calor del éxito de Heidi y ese primo suyo del otro lado de los Alpes, Japón se puso a producir en masa series de dibujos animados con las que los niños europeos enloquecían. Llegó la Edad de Oro del anime que, sin embargo, para Miyazaki fue a la Edad del Chichinabo. Las conferencias que Miyazaki daba en aquella época son dolorosamente desesperanzadas: “Una serie tiene que estar lista para su emisión en televisión a cualquier precio. Debemos fabricar el producto utilizando “el movimiento”, la herramienta fundamental de la animación, tan poco como sea posible para ahorrar costes”. Del virtuosismo de Heidi y su gusto por la puesta en escena se había pasado a una miríada de series realizadas a contrarreloj, dando lugar al apogeo de la técnica llamada de “animación limitada”. Podríamos escribir párrafos y párrafos describiendo semejante concepto. Mejor hagámoslo fácil: cierren los ojos y piensen por un momento en el infinito o su mejor representación plástica: el tiempo que tarda en llegar una pelota chutada por Oliver Atom a la red en Campeones. Pues eso.

Si la forma de la animación japonesa irritaba a Miyazaki, ¿qué decir del fondo, con su apología del individualismo salvaje?: “El único motivo que impulsa este tipo de producciones es el profesionalismo. Los personajes persiguen criminales porque son policías, vencen en concursos porque quieren ser cantantes o entrenan duro porque quieren ser deportistas”.

Así que los inseparables Miyazaki y Takahata, antiguos marxistas (¿se habrán leído su biografía en The Economist? ¡Oigan, que lo dice hasta la Wikipedia!), como ya hicieron en los 60, se apartaron de la industria. Sin dinero para financiar un largo, Miyazaki volcó su creatividad con Nausicaä del Valle del Viento (1985), un manga para Animage, parte del conglomerado empresarial Tokuma Shoten. Fue tal su éxito, que se les ofreció la posibilidad de llevarlo a la gran pantalla. Bingo. Animados por la taquilla, Takahata y Miyazaki decidieron que había llegado el momento de tomar las riendas de su propio destino. Había nacido Studio Ghibli, “el Disney japonés”, en expresión simplificadora, estúpida y de periodista tirando a perezoso.

EL VIENTO QUE AGITA LA HISTORIA

La fe de bautismo de Ghibli hace referencia al apodo de un avión de combate italiano, el Caproni Ca.309. Pero Ghibli también es el nombre que en Libia recibe el conocido por estos lares como Siroco. Miyazaki y Takahata querían ser eso: un viento renovador que acabara con la dinámica mediocre que, a su juicio, había emprendido la animación.

"POR MÁS QUE LOS TIEMPOS CAMBIEN, CREO QUE LOS NIÑOS AÚN QUIEREN SER FASCINADOS. SI NO ES ASÍ, DIMITIRÉ COMO ANIMADOR INMEDIATAMENTE" (Hayao Miyazaki)

Su primer largometraje fue El castillo en el cielo (1986), de estructura similar a la exitosa Nausicaä. Pero por la cabeza de Miyazaki ya rondaba una idea mucho más ambiciosa: hacer todo lo contrario de lo que triunfaba en aquel momento y, muy especialmente, de lo que tenía éxito en televisión y que tanto detestaba. Desde este punto de vista, Mi vecino Totoro es un manifiesto antisistema: “Por más que los tiempos cambien, creo que los niños todavía quieren ser fascinados como yo lo fui al ver La serpiente blanca (Kazuhiko Okabe, 1958). Si no es así, dimitiré como animador inmediatamente”.

No es casual, pues, que la acción de Mi vecino Totoro transcurra, precisamente, en los años 50 (“en 1953, cuando la televisión todavía no se inmiscuía en la vida de los niños. El momento último en el que la imaginación todavía era importante en sus vidas”); ni que recupere para las nuevas generaciones la sensibilidad panteísta del shintoismo y el budismo (¿o acaso se creen que las estatuas de Buda que pueblan el bosque de Totoro están ahí por casualidad?), que tan bien casan con el moderno movimiento ecologista. Miyazaki quería construir una nueva sensibilidad, para los demás y para él y así lo reconoce cuando dice que Totoro “supone el nacimiento de mi conciencia”.

Hay que ser muy ciego o muy tonto para acusar a Totoro de “pueril” o “simplista”. Totoro es casi un ensayo, la construcción de una nueva filosofía que devuelve la fe en el ser humano y sus posibilidades. Una revolución que solo puede surgir del inagotable y virginal poder de los niños como fuerza motriz para cambiar el mundo. Para ilustrar tan revolucionaria idea, Miyazaki vuelca lo mejor de su biografía y de su trabajo anterior. Las protagonistas de Totoro, como le ocurriera a él, descubren el poder de la naturaleza al trasladarse al campo para estar cerca del hospital en el que su madre se reponía de la tuberculosis; las plantas y animales están exquisitamente diseñados porque “los paisajes de Totoro llevaban 13 años rondando en mi cabeza”; e incluso la risa de Totoro, con esa beatitud dentífrica, ya había sido probada en el osito protagonista de Las aventuras de Panda y sus amigos (1971), justo cuando, con la paternidad, empezó a plantearse qué tipo de cine quería que vieran los pequeños para que fueran mejores personas…

Poner en práctica la teoría se convirtió en el mayor de los problemas. A ver quién era capaz de convencer a los jefazos que financiaran una historia sobre dos niñas que se comunican con los espíritus del bosque en un Japón rural y de postguerra, cuando lo que arrasaba en televisión eran las eternas peleas entre Goku y Vegeta coreografíadas por Akira Toriyama en Bola de Dragón. Por fortuna, el productor Toshio Suzuki, tuvo una idea genial: crear una sesión doble de animación. Dos historias ambientadas en la postguerra, una realista y desoladora, basada en una novela de prestigio de la que poseía los derechos la empresa matriz, y que sería de fácil distribución en institutos como recurso en las clases de historia… y su reverso positivo, idílico y bucólico. La tumba de las luciérnagas, de Takahata y Mi vecino Totoro, de Miyazaki: dos de las mejores películas, no de anime, ni siquiera de animación sino, simple y llanamente, de la historia del cine.

¿QUIÉN ES ESE TOTORO?

Cuando se estrenó, el revolucionario viento Ghibli se quedó, siendo muy generosos, en brisilla de verano. No es que Totoro perdiera dinero, pero sus beneficios fueron pírricos. Por fortuna, en 1991, tres años después de su estreno, Miyazaki tuvo un golpe de suerte más propio de esos niños optimistas de sus películas que de su propia manera de ver la vida: “La versión del “animal de peluche”, se convirtió en un gran éxito en las jugueterías japonesas. Cierto fabricante de peluches sintió apasionadamente que Totoro era un personaje que merecía ser hecho peluche, y fue tan persistente en sus ruegos a Ghibli para conseguir su permiso que el estudio finalmente le permitió ir adelante. Gracias a las ventas del merchandising de Totoro en Ghibli pudimos cubrir la producción del resto de películas”.

La brisa empezaba a convertirse en un huracán: Totoro se convirtió en una celebridad, la película en un clásico, y el estudio en un mito… Lentamente, eso sí. Totoro se estrenó en Francia en 1998; en EE UU en 2006; en España… bueno, en España tuvimos que esperar hasta ¡2009! (nota al margen: habría que hacer un monumento a la gente de EOne, entonces Aurum, no por reparar una injusticia histórica, sino por impedir que nos sintieramos como analfabetos audiovisuales).

"UN FABRICANTE DE PELUCHES INSISTIÓ EN HACER MUÑECOS DE TOTORO. GRACIAS A ESAS VENTAS PUDIMOS PRODUCIR OTRAS PELÍCULAS" (Hayao Miyazaki)

Paralelamente, Ghibli empezó a acumular un prestigio que alcanzó su cénit cuando, en una inédita decisión, en 2002, El viaje de Chihiro ganó la Berlinale y, posteriormente, el Oscar (por cierto, para el señor del The Economist: el “apolítico” Miyazaki pasó de recoger la estatuilla porque le parecía “deshonesto visitar un país que actualmente está bombardeando Irak”).

Totoro es hoy tan reconocible que hasta John Lassetter lo incluyó entre los juguetes de Toy Story 3. Lassetter, el muy caradura, también se ha asegurado la distribución de Ghibli en EE UU, no sea que a alguien le dé por comparar Aviones, por citar un ejemplo de Disney reciente, con la inminente El viento se levanta. De hecho, Totoro ha superado el infinito y más allá de Buzz Lightyear: en 2005, el astronauta Soichi Noguchi eligió una de sus canciones para hacerla sonar en la nave espacial Discovery.

Y, en fin, Totoro también desembarcará este mes en Venecia, no sabemos si en gato-bus o en gato-góndola, para competir por el León de Oro. Cuando las luces se apaguen y se inicie la proyección de El viento se levanta, el barrigudo duendecillo de picudas orejas hará acto de presencia, que para eso es el logo de Ghibli. Señal inequívoca de que lo que viene a continuación ha nacido del cerebro y, sobre todo, del corazón, de un genio empeñado en convencer a niños y mayores de que debemos convertir el mundo en un lugar mejor. Qué idea más pueril y apolítica… ¿verdad?

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Este artículo se publicó originalmente en el número de CINEMANÍA correspondiente al mes de septiembre de 2013.

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