[Cannes 2019] Terrence Malick hace catequesis con nazis en 'A Hidden Life'

La nueva película histórica del esquivo cineasta cuenta la historia real de un objetor de conciencia ejecutado durante la Segunda Guerra Mundial, pero sabe a evangelio.
A Hidden Life Terrence Malick
A Hidden Life Terrence Malick
A Hidden Life Terrence Malick

Terrence Malick, el cineasta estadounidense nacido en 1943 en Ottawa (Illinois), es uno de los autores más esquivos del cine. En eso estamos todos de acuerdo, aunque solo sea por su perseverancia a la hora de evitar entrevistas, apariciones públicas o cualquier relación con los medios. Pero ese aura casi intocable de creador misterioso ha cambiado con el paso del tiempo y la dinamización de su filmografía, casi desintegrándose desde que a partir de El árbol de la vida ha ido repitiendo estilemas hasta lo formulaico mientras aceleraba exponencialmente su ritmo de producción: de ir a película por década, ahora enlaza varios proyectos sin solución de continuidad.

Después de la Palma de Oro ganada con El árbol de la vida, la trilogía de estimables relatos de amor y espiritualidad formada por To the Wonder, Knight of Cups Song to Song fue recibiendo progresivamente con cada título mayores cantidades de desdén de una crítica que inexplicablemente daba la espalda a lo que le había extasiado en primera instancia: los contraluces en gran angular marca Lubezki, las voces en off envueltas en movimientos de cámara flotantes, etc.

Así llegamos hasta A Hidden Life, pregonada incluso antes de su estreno en Cannes como el (¿esperado?) regreso de Malick a la plena forma. El resultado, una vez vista, quizás sea lo más opuesto a esa promesa. Sin duda se trata de su película más narrativa en un sentido convencional desde, quizás, Malas tierras, pues se ciñe a los acontecimientos de la vida de Franz Jägerstätter, un personaje histórico real: un campesino austriaco que al ser reclutado en 1943 se negó a jurar lealtad a Hitler y combatir en el ejército nazi; su objeción de conciencia le llevó a la cárcel y posteriormente fue ejecutado.

Sin embargo, como ya demostró la destartalada Song to Song, el nuevo estilo visual y la forma de trabajo de Malick no fluyen muy bien por los cauces de narrativos. Los modos exploratorios y la acumulación de metraje a la caza y captura de imágenes sublimes pueden funcionar a las mil maravillas cuando se trata de divagaciones sobre lo divino y humano, como en To the Wonder; o de contar las etapas de una vida como si fueran cartas del tarot a lo Knight of Cups; incluso de desgarrar una biografía con el origen del cosmos como en El árbol de la vida. Al seguir una línea narrativa lineal como en A Hidden Life pierden toda eficacia por acumulación y, desnudas, quedan reducidas a su expresión más vulgar: una colección de imágenes bellas (o embellecidas; el abismo estético de la imagen publicitaria hiperproducida persigue cada píxel en alta definición del Malick del siglo XXI) trágicamente intercambiables entre sí.

A pesar de que el cineasta recurra a todos los rasgos marca de la casa –por primera vez tras cinco películas Emmanuel Lubezki no es el director de fotografía, sino que toma el relevo su operador de cámara Jörg Widmer sin mucho aporte, contribuyendo a la impresión de fotocopia formulaica– en forma de paisajes sublimes, paneos de cámara vaporosos, profusión de lentes, encuadres en contrapicado, tomas de la naturaleza y piezas de Górecki o Arvo Pärt envolviéndolo todo, una vez perdida la dimensión visual solo resta la argumental y ahí A Hidden Life abraza explícitamente el desastre.

Desde sus inicios, Malick siempre ha tenido una faceta espiritual muy marcada, con búsqueda de transcendencia más allá de lo corpóreo y dialéctica entre la fe en una figura divina y la convicción moral de cada individuo (esto alcanzó su cénit en To the Wonder). En A Hidden Life va mucho más allá para contar la historia del protagonista con todos los rasgos de una figura crística, de tal modo que podría ser una película convalidable en clase de catequesis. El Franz de Malick es la bondad absoluta personificada (cierta escena con un paraguas es lo más bochornoso que ha hecho el director nunca), firme defensor de su admirable convicción hasta el punto de sacrificarlo todo: su vida, su familia y el amor de su pareja.

Los actores resuelven la papeleta lo mejor posible, si bien la decisión de poner a campesinos austriacos a expresarse en inglés resulta extraño y antidiluviano hasta que entra dentro del absurdo cuando algunas frases suenan en alemán; como todo lo que dicen los villanos nazis, caricaturas de cine exploitation hasta cuando hace póstumo acto de aparición Bruno Ganz en uno de sus últimos papeles.

Al final, esa desidia al construir personajes o tratar lo humano es una constatación de lo perdido que se encuentra Malick al volver al terreno de la narración con aspiraciones de relato convencional. Esperemos que su siguiente proyecto opte por abrir nuevos caminos en vez de volver a unos en los que ya no tiene mucho que decir. Incluso podemos darle de tiempo una década para prepararlo.

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