“¡¡El monolito es dios!!”, bramaba Carlos Pumares en los grandes momentos de alta cultura de Crónicas marcianas. Que semejante frase se convirtiera en un icono de nuestra televisión da la medida de hasta qué punto la leyenda de 2001 es universal. Según el biógrafo de Kubrick, John Baxter, todo comenzó en febrero de 1964, en el restaurante Trader Vic’s del Hotel Plaza de Nueva York, cuando le preguntaron a Stanley qué iba a hacer después de Teléfono rojo y él respondió: “No te rías, pero estoy fascinado por la posibilidad de que existan extraterrestres”.
Kubrick ya se había convertido, por entonces, en el gran autor detrás de los géneros: Atraco perfecto y el noir, Lolita y el melodrama, Teléfono rojo y la comedia… Le faltaba probarse en la ciencia-ficción, aquel tipo de cine que empezaba a gozar de predicamento entre la crítica gracias a Planeta prohibido (Fred Wilcox, 1956). Un ejecutivo de Paramount le puso en contacto con Arthur C. Clarke, al que Kubrick, con su habitual amabilidad, definía como “uno que duerme encima de un árbol en la India”. Clarke, otro con un ego capaz de absorber un agujero negro, tampoco se ahorró lindezas: “Stanley estaba en peligro, a punto de creer en los platillos voladores. Creo que llegué justo a tiempo de salvarlo de su atroz destino”.
El mismo Kubrick se lo reconocía a Eric Norden en Playboy: “Jamás traté de dar, con esta película, un mensaje traducible en palabras. 2001: Una odisea del espacio es una experiencia de tipo no verbal: a lo largo de dos horas y 19 minutos de película, apenas hay 40 de diálogo. Traté de crear una experiencia visual que trascendiera las limitaciones del lenguaje y penetrara indirectamente en el subconsciente con su carga emotiva y filosófica”. De hecho, Kubrick suprimió diálogos clarificadores del montaje final porque, como reconocía Clarke: “Si has entendido 2001 por completo, es que lo hemos hecho mal. Queríamos ofrecer más preguntas que respuestas”.
MONOLITOS Y MONOS LISTOS
Para los primeros, eligió a profesionales poco conocidos y que no dieran problemas cuando les obligaba a repetir la misma toma 100 veces. De hecho, más allá del monolito, el gran protagonista de la película es Moonwatcher, el mono listo: es el líder de una tropa de actores de mimo extremadamente delgados y de brazos largos embutidos en unos incomodísimos disfraces. Para el tuétano del filme, los efectos especiales, Kubrick tiró de los implicados en el documental (To the Moon and Beyond) que le había apasionado en la Feria Universal: Lester Novros, Con Pederson y Douglas Trumbull. Pero también de los responsables de otro documental canadiense de 1960, Universe: Wally Gentleman, Colin Low e incluso el narrador, Douglas Rain, que se convertiría en la voz del impertinente ordenador HAL.
Con todo, la palma se la llevó el compositor Alex North, al que tuvo yendo a trabajar en ambulancia, porque el estrés le había causado un infarto, para después no poner una sola corchea de su partitura. Kubrick se excusaba a Michel Ciment con estas palabras: “Por muy buenos que sean nuestros mejores compositores, no se pueden comparar con un Beethoven, un Mozart o un Brahms. ¿Por qué usar música que es menos válida cuando existe tal cantidad de grandes piezas para orquesta, del pasado y de nuestra propia época, que se pueden utilizar?”. Y lo cierto es que, al oír Así habló Zaratustra, de Richard Strauss, en el encadenado más famoso de la historia, ese que une 3 millones de años desde la prehistoria al futuro, uno no puede más que darle la razón, pero cuando te acuerdas del corazoncito de North…
241 ABANDONOS DE LA SALA
MGM se preparó para el desastre y, sin embargo, el filme fue un éxito entre la gente más joven, que hacía colas para ver ese aséptico futuro que Kubrick y Clarke les habían pintado: el notepad, las pantallas de televisión planas, la identificación por voz, ¡y eso que todavía tardaría en llegar la prima de HAL, la inefable Siri!… Ayudó, también, estar en el apogeo del movimiento hippie: se popularizó el ir colocado al cine, y en especial el comerse un tripi en el momento en el que Bowman atraviesa la puerta de las estrellas, con su despliegue de colorido, su muerte y renacimiento, un círculo que se cerraba como había empezado, con los astros alineados en un bello amanecer…
2001 sería lenta, incomprensible a ratos, pero ninguna otra película fue capaz de condensar la fascinación por el futuro y el espacio exterior que abría la inminente llegada del hombre a la Luna, que cantaran iconos del pop como David Bowie o Lou Reed. En ese sentido, tal vez 2001 fuera un pequeño paso para el ego de Kubrick, pero un gran salto para la historia del cine.
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