OPINIÓN

Rojo sobre blanco

Rojo sobre blanco
Rojo sobre blanco
Rojo sobre blanco

Existe la idea de que el cine “entretenido” está hecho de obras menores, como si esas películas que nos hacen la vida menos molesta no valieran tanto como las que nos la amargan un poco más. Suerte que muchos directores, actores, guionistas y espectadores buscan teclas distintas que pulsar. Una historia puede entretener o hacer pensar, incluso ambas cosas a la vez, pero se habla menos de las obras que, directamente, te perturban. No encuentro otra manera de definirlas. Y no es malo que así sea. Del mismo modo que tengo una edad en la que me cuesta explicar la fascinación por la Lolita de Nabokov sin parecer un pervertido (de la adaptación de Kubrick ya hablaremos otro día), no sé cómo analizar el hechizo que siento por la Michèle que Isabelle Huppert encarna en Elle de Paul Verhoeven. He leído críticas que definen la película como “comedia”, lo cual me parece una maniobra para quitarse mala conciencia y remordimiento ante la inexplicable seducción que despierta una ficción tan demoledora.

Si una historia que te aplasta y enfrenta a tus propios prejuicios es, en realidad, una precisa metáfora sobre un valor moral elevado, puede que no seas tan mala persona. Imposible no acordarse de La Pianista de Michael Haneke. Otra vez Huppert, diminuta e inmensa, mostrándonos la liberadora cárcel de la perversión. Y, otra vez, una bañera simbólica con sangre de por medio; de la apática autolesión de aquella profesora de piano a la roja espuma que la ejecutiva de videojuegos aparta indolente de su entrepierna tras haber sido violada. Dos escenas que brillan como estrellas en mi constelación del vicio inabarcable e incomprensible. La encarnada depravación grumosa resplandeciendo contra la blanca moral de porcelana. Me estoy poniendo metafórico: mejor lo rebajo imaginando a Verhoeven y Haneke, desnudos en el barro, peleándose a bofetadas por Isabelle, luz de mi vida, fuego de mis entrañas.

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