OPINIÓN

Gracias a Dios

Gracias a Dios
Gracias a Dios
Gracias a Dios

Es el mejor momento para hablar de los Oscar (tarde respecto a la última gala y muy temprano para la del año que viene) porque estamos lejos de las brasas de datos puntuales y repetitivos que nos atosigan durante el mes anterior a cada ceremonia. Los Oscar son un divertimento añadido que nos brinda Hollywood; es cierto que tras ellos se mueve una laboriosa red de intereses económicos o promocionales, pero el ritual del evento nos da para hablar de cine, aunque sea exagerando adhesiones desgarradas y potenciando fobias inocuas que animan el cordial fanatismo frikoide del cinéfilo de andar por casa, o dicho de otra manera: la eterna y simpática lucha del “es una vergüenza que no esté tal” contra el “menos mal que han nominado a cual”. Es bueno fomentar un debate intrascendente sin llegar al modo talibán, pero otra cosa es tragar sin más con la cansina desidia del programa de televisión llamado gala de los Oscar.

¿Cómo es posible que el país que ha inventado la industria del entretenimiento en general y la stand up comedy en particular delegue la diversión en las redes sociales durante las tres horas de tele más rentables del año? Las ceremonias de la última década han sido un confuso titubeo entre el humorismo de Jon Stewart, Steve Martin & Baldwin o Seth MacFarlane, el tono más “tradicional” de Ellen DeGeneres, Hugh Jackman o Franco & Hathaway (ya no sé dónde incluir a Billy Crystal) y la experimental gaseosa de Neil Patrick Harris. Pero hay algo más lesivo que el tono del conductor o la asfixiante corrección política: los agradecimientos de los que recogen la estatuilla. Proponemos que cada premiado salude fugazmente desde la butaca mientras los nombres de sus familiares y mejores amigos aparecen velozmente sobreimpresionados. Todo sea por la sonrisa de los parientes de los ganadores, que es la que más nos importa, ¿verdad?

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