OPINIÓN

¡Ardilla!

¡Ardilla!
¡Ardilla!
¡Ardilla!

La evocación de tecnologías pretéritas es un magnífico baremo de la edad que atesoras. Conocer el significado de la frase “con el 91 delante si llama desde fuera de Madrid” ofrece más información sobre tu niñez que la prueba del carbono 14. Si sabes explicar qué es un fax, el funcionamiento de un reproductor VHS o cómo se cambia un carrete fotográfico está claro que, además de buena memoria, es que vas teniendo una edad. Eso, o que eres un hipster amish.

Por alguna extraña razón, recuerdo una noche a finales de los 80. En la puerta de un bar al que iba a entrar, tres estudiantes extranjeras (casi con toda probabilidad becadas por Erasmus) posaban para la foto que estaba a punto de hacerles una amiga. Al pasar por detrás del grupo sentí que se activaba el flash de la cámara y, de manera tan instintiva como idiota, me giré hacia el objetivo componiendo un exagerado gesto de asombro. Ni siquiera llegué a detenerme, pero el destello me cegó diáfano, por eso sé con toda seguridad que aparecí en esa instantánea, asomándome con intencionada mueca de espanto tras la espalda de unas personas desconocidas. En plena era digital ese vandalismo inocuo ya tiene nombre propio (photobomb), pero entonces te la jugabas porque cada captura era un mundo que había que revelar en papel.

En La ardilla roja de Medem, una foto antigua albergaba, por pura casualidad, el germen de una relación futura. Del mismo modo, me gusta pensar que algún viejo álbum alemán, holandés o italiano contiene esa imagen en la que aparezco con 25 años menos y gesto moñas. Imagino que, muy de vez en cuando, una de las tres guiris que sale en la foto le enseña sus recuerdos de España a un amigo e, invariablemente, señala mi careto para reírse: “no sabemos quién es este imbécil”. Es lo más parecido a tener familia en el extranjero.

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