OPINIÓN

Melthoranza

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Ella había sido mi mejor amiga. No íbamos juntas a clase, ni la vi partirse los dientes contra la barandilla del parque mientras patinaba, ni ella vio cómo me empezaba a crecer una teta primero y la otra después. Tampoco hicimos pis en el mismo váter al mismo tiempo. Nunca le vino la regla antes que a mí y yo la odié, o al revés. Nunca fuimos a pillar porros juntas y nos timaron. Pero la sentía algo mío, una medio prima.

Ella no me vio, pero yo sí la vi, muy pequeñita, tanto como yo en aquel entonces, disfrazada de bruja, pidiendo truco o trato. Unos años después, me enseñó cómo llenaba dos globos de flan y se los metía en el sujetador para simular unos pechos turgentes. Después se enamoró de un vecino que sacaba vídeos de bolsas que giraban con el viento, y le mostró las tetas desde su ventana. La sentí muy cerca cuando se tiñó el pelo de verde y se acostó con el personaje que interpretaba Steve Buscemi.

Después de Ghost World, la perdí de vista de la misma forma en la que me perdí de vista a mí misma. “Hacía tiempo que nadie se interesaba tanto por mí”, le decía a un periodista en una entrevista en la que se mostraba devastada, con una carrera destruida. Yo lloraba en la cama por las dos. Cuando las cosas me empezaron a ir bien, pensé que cualquier día ella reaparecería en la pantalla, recompuesta como una Drew Barrymore incombustible. No lo hizo.

Si en escocés hay una palabra -tartle- para nombrar ese momento en el que tienes que presentar a un amigo pero no recuerdas su nombre y los alemanes dicen kummerspeck para referirse a ese peso que has ganado por comer estando triste, ¿por qué no habría de existir una palabra para nombrar la súbita explosión de melancolía que siente una mujer que creció sintiéndose amiga de una actriz cuando oye en el metro cómo un tío se refiere a la carrera fracasada de esta actriz y la define como “la tía de las tetas feas de American Beauty”?

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