OPINIÓN

Hay en Madrid una niña

Hay en Madrid una niña
Hay en Madrid una niña
Hay en Madrid una niña

La primera estudiaba una ingeniería y estaba de Erasmus en alguna ciudad europea. Tenía la nariz respingona, los ojos llenos de risa, el pelo rubio ceniza, pero las formas de una mujer asentada en la adultez. Lo recordaba sin dolor, como un episodio curioso de la infancia: alguien le dijo a sus padres que la llevaran al casting de Celia, la serie que estaba preparando Borau para TVE, ella no opuso resistencia. Quizás precisamente por aquella naturalidad exenta de ambición, fue escogida para el papel. Sus padres resolvieron que lo importante eran los estudios. Igual de despreocupada que entró en aquel sueño, salió de él. Cuando la conocí, comía espaguetis con la mirada de quien tiene algo más importante que hacer, recogía la mesa con la resolución una persona sin escollos del pasado a quien le espera una vida llana y feliz.

La segunda era doliente, hermosa. A los 35 conservaba casi el mismo cuerpo aniñado que cuando viajó, hecha un manojo de terrores, hacia el casting en Madrid. A escondidas de sus padres, su tía le había cosido un vestido azul, le había aclarado los rizos con camomila. Su tía y ella abrigaban la ambición, le daban de comer, le abrían unos agujeritos en la tapa de la caja para que respirara. Su carisma se desparramó inevitablemente delante de la cámara. Finalmente, fue escogida para ser una de las amigas de Celia. De tanta rabia, desmembró a su peluche favorito, pero aceptó el papel. El primer día de rodaje amaneció con la varicela. 25 años después aún conservaba una marca de la enfermedad en la frente. “Cuando cambia el tiempo, me duele a morir”, me dijo. Todos y cada uno de los días que trabajamos juntas en aquel call center, tuvo los ojos tristes de Celia cuando es abandonada por sus padres en el colegio de las monjas.

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