OPINIÓN

American Crime: sonríe, bruja

American Crime: sonríe, bruja
American Crime: sonríe, bruja
American Crime: sonríe, bruja

Leslie Graham, la directora de Leiland, el colegio donde se produce la supuesta violación que da lugar a la segunda temporada de American Crime, ha elevado el listón en nuestra lista de antihéroes televisivos. Felicity Huffman se ha teñido de negro la melena y nos clava su mirada azul, fría, mientras esboza una sonrisa maligna. Algo tiene Leslie que todos le temen en silencio: logra bajo esa apariencia de superioridad moral una absoluta confianza. Nominada al Emmy y al Globo por la primera temporada, la actriz, si nada lo impide, tiene todas las papeletas para llevárselos la próxima vez por otro personaje de la misma antología (y más repelente que Barb, el de la primera temporada). Como con el villano Fisk (futuro Kingpin) de Daredevil, American Crime gana cuando Leslie Graham llama a capítulo a su entrenador para “sugerirle” cómo zanjar el tema con los deportistas señalados por la víctima o cuando logra convencer al consejo de que “es mejor escuchar que enfrentarse”. Personaje fantástico donde lo haya, porque provoca el rechazo con facilidad, Leslie no debería ser la villana del cuento, pero los guionistas quieren que lo parezca. Es una mujer decidida y fuerte, cuya pareja le insiste en casarse con ella, pero ella no cede. Como no cede en ninguna otra parcela de su vida. Parece que no tenga nada que encubrir como sí hacen los demás, la discreción es su biblia y ese collar de perlas, su rosario particular. De ahí, de esa imagen intachable, es por ello que su autoridad no se discute, capaz de desarmar a cualquiera con esa sonrisa maquiavélica y una argumentación más que sólida. Bien está lo que bien parece, pues eso. Eficaz en lo suyo, normaliza la situación más complicada, gestionando el problema sin necesidad de abogados ni terceros, aludiendo siempre a la máxima de que “los prejuicios (o cualquier inconveniente) no deben impedir que el colegio saque provecho de la situación”. El colegio. Su verdadera casa. “Me preocupo por lo que hago porque lo que hago es importante”. Y se lo cree. Mientras se lava los dientes compulsivamente, su pareja le anima a cambiar, a dejar de recaudar fondos para un colegio de niños ricos, de lamerle el culo a ese mecenas al que consigue adular para que suelte un millón de dólares. Dinero, mantener la comunidad, sentirse a salvo. “Una respuesta ingeniosa y un trabajo obsesivo no siempre arregla las cosas”, le dice después. Leslie hará cualquier cosa por salvar lo que considera que es suyo y por lo que ha luchado los últimos seis años de su vida. Un estilo de vida. “Hay que transmitir un mensaje simple de entender”, afirma, porque ella, la voz del colegio, siempre dice lo correcto, lo que funciona, lo sencillo, lo que no se puede rebatir. Leslie apoya una realidad que sólo viven unos pocos y es esa sonrisa de superioridad la que refleja el privilegio que no todos podrán llegar a alcanzar. Leslie Graham, reflexiva y responsable, monta pequeñas farsas para ir tirando. Logra torear a su comité ejecutivo, embaucar a los padres, utilizar a los demás en beneficio propio. “La ignorancia se combate con la educación”, dice, mientras se lava las manos de forma compulsiva después de habérselas estrechado a sus compañeros de trabajo. Leslie Graham eleva la hipocresía a un nivel pocas veces visto en televisión, sin una palabra malsonante fuera de lugar, sin mohines, siempre con esa sonrisa. Resulta obsceno, terrorífico. Porque la templanza de Leslie Graham asusta, y no sólo como jefa implacable. Leslie Graham es la viva imagen de un político que se presenta a las elecciones y hará lo que sea por ganar. Y eso sí que da miedo.

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