OPINIÓN

Soy lo imaginado

Soy lo imaginado
Soy lo imaginado
Soy lo imaginado

Ocurre a veces que, al verme retratado de manera tan precisa en algunas películas, pienso que mi vida real sólo es una vía de escape de esos personajes con los que me identifico. Si estiro la ensoñación, confundo la pantalla con un reflejo sin saber en qué lado del espejo está lo auténtico. Mi existencia es demasiado normal y la suya resulta extraordinaria; si ninguno miente, tiene que haber un punto medio. Quizás sólo soy de verdad en el espacio intangible entre mis ojos y la pantalla.

El propio cine ha explorado dicha fascinación desde la metaficción, artificio que disecciona los mecanismos puestos en marcha a la hora de filmar una historia; del trasvase literal (La rosa púrpura de El Cairo) pasando por los escenarios (La noche americana) o la misma vida (Arrebato). Pero otras películas me han interpretado de una manera que creía profundamente intransferible. He vuelto a ver La vida secreta de Walter Mitty (adaptación de un relato de James Thurber) y me asemejo tanto al protagonista que siento que Ben Stiller me ha hecho todo un biopic sin merecerlo ni ser nada de eso. Como Walter (y como Felipe el de Mafalda o Calvin el de Hobbes) vivo metido en grandes aventuras que sólo ocurren en mi cabeza: por ejemplo, cuando cruzo un paso de cebra, creo que los peatones somos una final olímpica de 100 metros lisos y apuro el paso para ganarla, sin que falte en mi recreación una multitud en las inexistentes gradas o un locutor fantasma narrando a voces mi exigua gesta.

Es verdad que, en su última media hora, la película abandona la pura imaginación en favor de una empalagosa ternura trascendente, pero incluso en ese momento, como en cualquier situación de mi vida, fabrico mil finales absurdamente épicos. No sirve para nada práctico, pero me aporta tanto que voy a imaginar que estoy llorando de alegría sobre este teclado.

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