OPINIÓN

Apocalipsis y microteatro

Apocalipsis y microteatro
Apocalipsis y microteatro
Apocalipsis y microteatro

En la segunda década del año dos mil Madrid fue sacudida por un vendaval que dejó a la ciudad maltrecha y al borde del caos: el MICROTEATRO.

Todos los guionistas de España escribían como posesos pequeñas piezas teatrales de no más de quince minutos con un único objetivo: martirizar a sus familiares, amigos y compañeros de trabajo obligándoles a ir a verlas.

Había de todo. No todas las obras eran malas. Las había también muy malas. Con la mayoría de las obras se conseguía algo que parecía imposible: que quince minutos se te hicieran largos. Bueno, no todas. Algunas se te hacían muy largas.

¿Qué podía fallar? A priori la idea de meter a quince personas y un grupo de actores en un cubil de dos metros cuadrados era buena. La angustia y la claustrofobia provocadas por el angosto espacio ayudaban a que la “experiencia” fuera más inmersiva. El cataclismo neuronal que provocaba la falta de oxígeno propiciaba una desconexión del córtex cerebral que hacía posible la mejor asimilación del mensaje de la obra. Todo estaba pensado hasta el último detalle. Himmler había sido un buen maestro.

No se podía negar: el experimento estaba teniendo éxito. Cada barrio de Madrid tenía su propio microteatro. La maquiavélica idea se había extendido también por todo el país. Barcelona, Valencia, Almendralejo… toda ciudad española disfrutaba de la miríada de obras que una legión incansable de guionistas, autores teatrales y actores con un ego aún más grande del habitual y que pensaban que también sabían escribir, facturaban sin tregua. El concepto “microteatro”, al igual que los conceptos “sida” o “salsa” se había expandido con rapidez por todo el país, dejando un incontable reguero de víctimas a su paso. La cepa del microteatro, como la del ébola pero más dañina, se había vuelto incontrolable y amenazaba con destruir los últimos restos de cordura que aún imperaban en Occidente. Los yihadistas, que llevaban tantos años intentando destruir la civilización occidental con bombas, habían tomado buena nota. El próximo avión que se estrellara contra un edificio no estaría cargado de explosivos sino de pendrives repletos de textos escritos para el microteatro. ¡Alah Akbar!

La remesa de textos era tan abrumadora que se empezaron a oír rumores. Rumores, falsos seguramente, que apuntaban que en Tailandia ejércitos de niños de la calle escribían día y noche textos de microteatro para el mercado español. Miles de niños que, por solo unas monedas al día, se sentaban delante de Macs Pro y escribían sin descanso durante jornadas de más de veinte horas. Nike había protestado ante la Organización Mundial de Comercio. Se quejaba de que estos niños eran explotados por autores españoles sin escrúpulos. UNICEF inició una investigación pero no se llegó a ninguna conclusión. Se habían detectado representantes de la SGAE, ALMA y DAMA en las calles de Bangkok, pero no se había podido demostrar nada. Los representantes de SGAE, ALMA y DAMA, alegaron que su presencia en Tailandia era meramente “turística” y que no sabían nada de “niños pensando tramas y escribiendo sinopsis día y noche sin descanso”.

Manu Chao, siempre sensible, escribió una canción, Microteatro pupa, denunciando las “inhumanas prácticas de los autores españoles”. Los rumores llegaron hasta Bono que intentó montar un nuevo Live Aid, bajo la consigna esta vez de “Stop Microteatro”. El proyecto al final no llegó a nada. Se comentó que el cantante irlandés había sido sobornado por un guionista español que le prometió “un papelito” en su webserie si se olvidaba del asunto.

No solo Nike parecía afectada por el auge del microteatro, también los fabricantes de cámaras digitales. Se quejaban de que ya nadie hacía cortos. Habían realizado una inversión considerable en lentes defectuosas, programas de edición para amateurs y autofocos desenfocados que ya nadie utilizaba. También se quejaron los dueños de los descampados dónde se rodaban el noventa por ciento de los cortos españoles. Argüían que ya nadie iba a rodar allí y que todo el atrezzo que tanto les había costado reunir, objetos habituales en los dramas sociales del cortometrajismo español (botellas rotas, jeringuillas, un banco pintado, un negro…) ya no servían para nada. Su única esperanza, decían, es que Fernando León de Aranoa les comprara todo el material para utilizarlo en su próxima película. Si no “nos veríamos obligados a vender el descampado para que construyan en él una biblioteca o algo así”. Un drama.

Poblaciones como Medina del Campo o Alcantarilla de Calatrava que vivían de los ingresos que generaban sus antaño populares festivales de cortos cayeron en la ruina. Como Detroit, se convirtieron en ciudades fantasmas, antaño orgullosas y ahora en decadencia. Algunos zombis desubicados aún pululaban por sus calles sujetando con sus manos discos duros dónde guardaban sus cortos. Nadie les hacía caso.

¿Pero quién puede luchar contra el Espíritu de los Tiempos? El microteatro, como antes el punk o las tostas de rulo de cabra con cebolla caramelizada, habían llegado para quedarse. Arrasaron de golpe con el antiguo establishment e impusieron su ley. La gente ya no podía estar tranquila en sus casas viendo una película o leyendo el libro. En cualquier momento podía llegarles un mensaje a su móvil “Estreno Microteatro este viernes. Vendrás ¿no?”. El miedo, la angustia y la paranoia se instalaron en la mente de los españoles. Madrid se volvió una ciudad apocalíptica. Masas de zombis se agolpaban cada noche en la calle Loreto y Chicote para su ración de microteatro. Se destruyeron familias. Se rompieron parejas. Algunas de las mejores mentes de la época se abocaron a la locura a causa del microteatro. Algunos valientes intentaron luchar contra lo inevitable. Se veía a incansables argentinos repartiendo flyers por las calles de Malasaña. Pero ni siquiera la dulzura de su acento o las ofertas de “2x1 en garrafón” conseguían distraer la atención de las hordas de lectores del Babelia, bloggers, runners y ocasionales residentes en Berlín y/o Williamsburg que se dirigían a la calle Loreto y Chicote para su ración diaria de teatro. Los hipsters que antes se agolpaban en el Corazón de la calle Barco ahora hacían cola en el Microteatro.

Cuándo cerró el Mercado de Motores nos dimos cuenta de que todo estaba perdido.

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Alberto López (@alberto2) es guionista. Su película favorita es La fiera de mi niña. Odia a Damon Lindelof.

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